El confinamiento, se dice, es una oportunidad única para reflexionar sobre la sociedad en la que vivimos, sobre el desastre al que nos conduce y sobre los cambios radicales que se deben operar para evitarlo. Sin embargo, no parece que el mejor momento para reflexionar sobre un fenómeno mundial sea aquel en el que estamos aislados del mundo, sin saber prácticamente nada de lo que ocurre en los lugares en los que se trata la enfermedad y en los que se toman las decisiones sobre la gestión de la pandemia. De hecho, los análisis que hoy vemos surgir ya estaban completamente preparados. Es el caso de las teorías del biopoder y de la sociedad de vigilancia. No son nuevas, pero parecen encontrar su perfecta aplicación en un momento en el que el poder del Estado se propone la tarea de llevar a la práctica las recomendaciones de la autoridad sanitaria, y en el que las aplicaciones destinadas al rastreo de los portadores del virus renuevan el gran temor al Estado Big Brother, dotado ahora de herramientas digitales para vigilar nuestros cuerpos.
Sin embargo, una mirada más atenta revela que la gestión de la crisis por parte de nuestros Estados no ha obedecido exactamente al paradigma del control científico de las poblaciones. Para empezar, podríamos hablar de esos jefes de Estado que no creen en la ciencia, que han tratado el coronavirus como una gripe común y han pedido a sus ciudadanos que retomen rápidamente el trabajo. Pero, incluso allí donde el confinamiento ha sido estrictamente impuesto y controlado por el Estado, se ha puesto de manifiesto una relación muy específica y limitada del poder del Estado con las vidas individuales. Ordenar a la gente quedarse en casa no es la mejor manera de vigilarla eficazmente. En cierto modo, esta medida no hace otra cosa que prolongar esa práctica habitual de nuestros Estados cada vez más autoritarios que consiste en ordenar a la policía limpiar las calles desde el momento en que algo se mueve.
La gestión de la pandemia se ha llevado a cabo de acuerdo con esta lógica de la seguridad que abarca tanto los conflictos sociales como los atentados terroristas o las catástrofes naturales. Es posible que la autoridad de la ciencia médica haya pesado mucho en las decisiones gubernamentales. Pero no lo ha hecho con hipótesis eruditas sobre la circulación del virus, sino con simples estimaciones sobre la capacidad de los hospitales para acoger enfermos, una capacidad que, en efecto, las políticas de recortes presupuestarios han reducido significativamente.
Dicho de otra manera, la propia autoridad científica se ha ejercido en el interior de esta lógica que entrelaza el avance de las políticas de seguridad con el avance de las medidas “liberales” de destrucción de los sistemas de protección social. Intenté resumir esta lógica paradójica en un artículo de 2003 publicado en la Folha [de São Paulo] con ocasión de una letal ola de calor ocurrida en Francia: en el momento en que el Estado hacía menos por nuestra salud, decidía hacer más por nuestra vida. Sustituía los sistemas horizontales de solidaridad social por una relación directa, pero también abstracta, de cada uno de nosotros con una potencia estatal encargada de protegernos en bloque contra la inseguridad. Ha quedado perfectamente claro que esta “protección en bloque” puede venir acompañada de una ausencia total de previsión en el detalle. Esto es justo lo que se ha comprobado en la Francia de 2020: el gobierno no había previsto nada contra la epidemia; no había test disponibles y ni siquiera mascarillas suficientes para todos los sanitarios, lo cual explica que la autoridad científica haya tenido que secundar las mentiras del Estado poniendo en cuestión la utilidad de estas mascarillas de protección.
Al confinarnos, nuestro gobierno no gestionaba tanto “la vida”, sobre la que sus luces son modestas, cuanto las consecuencias de su propia falta de previsión. Pero esta falta de previsión no es fortuita. Forma parte de la lógica misma que fundamenta el paradigma de la seguridad y asegura el poder de nuestros Estados.
Convendría por lo tanto relativizar dos ideas muy difundidas en este tiempo de confinamiento. No está realmente comprobado que este tiempo haya provocado el triunfo del biopoder y nos haya hecho ingresar en la era de la dictadura digital. Pero tampoco está claro que nuestros Estados y el sistema económico que gestionan salgan debilitados de la demostración de impotencia que han ofrecido. Habría que relativizar igualmente los efectos radicales que algunos esperan al término de la situación presente. Pienso en todas las especulaciones que circulan hoy a propósito del “momento de después”, cuando se vuelva a poner en marcha la máquina económica actualmente en reposo. Ese momento de después se convierte cómodamente en la nueva gran esperanza: la oportunidad soñada en la que podría producirse, en un solo movimiento y sin violencia, ese vuelco radical de las cosas que en otra época se esperaba de las grandes jornadas revolucionarias. Será entonces, dicen, cuando habrá que cambiarlo todo, poner fin a los excesos de un capitalismo que sacrifica las vidas al beneficio económico, pero también cambiar de “paradigma civilizatorio”, reformar completamente nuestros modos de vida y repensar radicalmente nuestra relación con la naturaleza.
Desgraciadamente, estos grandes proyectos dejan una pregunta en suspenso: ¿quién hará todo lo que “será necesario” hacer en ese momento para cambiarlo todo? Las conmociones del orden dominante no se producen porque tal o cual circunstancia de excepción haya revelado sus perjuicios. Tampoco se producen cuando aquellos pensadores que han meditado durante mucho tiempo sobre la historia del capitalismo o del Antropoceno vienen a proporcionar las recetas adecuadas para “cambiarlo todo”. Un futuro solo se construye en la dinámica de un presente.
Cuando finalice la epidemia, nuestros gobiernos seguirán con su dinámica habitual, la de gestionar el funcionamiento de la máquina-mundo capitalista e intentar atenuar diariamente sus daños colaterales. Para aquellos que no se resignan a este curso de las cosas, el momento de después corre el riesgo de plantear el mismo problema que los momentos de antes: qué fuerzas serán capaces de conjugar el combate contra las fuerzas de la explotación y la dominación con la invención de un futuro diferente. No parece que el confinamiento nos haya permitido avanzar mucho en esa dirección.
https://www.elsaltodiario.com/coronavirus/jacques-ranciere-buena-oportunidad
Alfredo Sánchez Santiago [traduccíon]