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This is the end, beautiful friend BIRIKEN

(Melis Tezkan y Okan Urun)

Volto à metáfora da poesia como a única rota de fuga contra o sufocar. O poder de hoje se baseia em relações abstratas entre entidades numéricas. Enquanto a esfera das finanças é regida por algoritmos que conectam fractais de trabalho precarizado, a esfera da vida é invadida por fluxos de caos que paralisam o corpo social e abafam e sufocam a respiração. Não há escapatória política dessa armadilha: só a poesia, esse excesso de transações semióticas, pode reativar a respiração. Só a poesia nos guiará através do apocalipse que já está começando como um dos efeitos de décadas de absolutismo financeiro. Só a poesia aliviará o sofrimento das consciências do engenheiro e do poeta e reverterá o domínio da esfera financeira sobre a linguagem.

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Respiração

 

Cortina.

 

1. Luz tênue no palco repleto de lixo variado. Manter por cerca de cinco segundos.

 

2. Choro tênue breve, em seguida inspiração junto a um lento aumento de luz, atingindo o máximo juntos em cerca de dez segundos. Silenciar e manter por cerca de cinco segundos.

 

3. Expiração junto a uma lenta diminuição da luz, atingindo o mínimo juntos (luz como em I) em cerca de dez segundos, em seguida chorar como antes. Silenciar e manter por cerca de cinco segundos.

 

Cortina.

Lixo. Nada na vertical, todos esparramados e deitados.

 

Choro. Instante de vagido gravado. Importante que os dois choros sejam idênticos, e ligando e desligando a luz e a respiração estejam estritamente sincronizadas.

 

Respiração. Gravação amplificada.

 

Luz máxima. Sem brilho. Se 0 = escuro e 10 = claro, a luz deve variar de cerca de 3 a 6 e voltar.

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1969

El juego de la asfixia

Camilo DL

2020

 

El juego de la asfixia pdf [es]

Daniela fue la primera que me habló de los suicidios masivos en las vías del metro, aunque a veces recuerdo que ya había leído la noticia en el computador segundos antes de que ella me llamara esa tarde de agosto (da igual). Llevábamos al menos tres años sin vernos ni dirigirnos la palabra y no habría esperado su llamada, menos por una situación tan extraña y particular como una epidemia de suicidios. “Son más de 300 suicidios en una semana, ya ni siquiera los pueden encubrir”, me dijo. Parecía emocionada. “Mi jefe se suicidó esta mañana, también en las vías” dijo después. “Quería contarle porque siempre le han gustado este tipo de historias, o bueno, me acordé de usted, es todo”. Colgó sin despedirse. A la mañana siguiente me enteré de que Antonio Pineda, compañero de la universidad, se había arrojado a las vías del tren. Unos días después, Sofía y Yefer hicieron lo mismo agarrados de la mano. La noticia nunca llegó a la superficie de la agenda informativa, pero a mí me empezó a obsesionar y compraba a diario un ejemplar del tabloide amarillista que venden en los semáforos, para seguir de cerca la oleada de suicidios en el metro. Luego la mayoría de los habitantes del valle olvidaron que más de 700 personas se habían suicidado en el metro en menos de dos semanas y siguieron con la siguiente noticia, el próximo episodio… un peldaño más cerca del fin de año. En mi país sólo conocemos la senda de la Navidad.

La economía no estaba pasando por su mejor momento y muchos quedamos sin trabajo durante la crisis gripal. Afuera las calles estaban apenas poblándose de nuevo con los soldados del día a día y la carne de cañón de la maquinaria. Cuando salí de mi madriguera tras la cuarentena, empecé a caminar más que de costumbre cerca de las estaciones San Antonio y Parque Berrío. En esas dos estaciones se arrojaron la mayoría de los suicidas masivos a las vías del tren. El suicidio público y en masa parece más un rasgo del siglo XX que del XXI. Creo que eso fue lo que me llamó la atención de ese episodio, pues parecía existir una conexión ideológica muda entre todos los que saltaron durante ese par de semanas. En días posteriores fue común el comentario entre conocidos: ¿viste que zutanito también saltó? ¿Ah sí? Yo escuché fue de peranito, que saltó con las crías. Estábamos tan aturdidos por el estado del mundo, que esta epidemia nos atravesó como conversación de ascensor. ¡Qué más daba si algunos detenían con sus cuerpos los intestinos metropolitanos por unos cuantos minutos!

Una tarde de septiembre caminaba por el parque Bolívar, como parte de mi investigación holística de los suicidios, y decidí entrar a La Polonesa a bajar un par de frías con un billete que había encontrado. Me senté cerca de la ventana y vi en la barra a una chica con uniforme de azafata. Sus rasgos me parecieron esquivos a la descripción fenotípica. Nos miramos unos segundos a los ojos y sonreímos. Este tipo de encuentros espontáneos en la calle se habían vuelto comunes tras la cuarentena. Fui hasta la barra y la saludé.

—Así que volvieron a abrir los aeropuertos— le dije y me sentí medio idiota.

—Sí, antes de ayer el Olaya y hoy el José María Córdoba.

— ¿Y el tapa bocas? — pregunté.

—Estoy harta de tener un pedazo de tela contra la cara. ¿Y usted?

—Me siento enfermo con eso puesto. Además, ya no es obligatorio.

Me contó que hacía unos años se había graduado de estudios literarios con especialización en literatura inglesa, y terminó trabajando en el aeropuerto por azares de la vida. No era azafata. Era oficial segunda de la tripulación en tierra, un eufemismo para decir asesora de ventas, según ella misma expresó. Había llegado hasta ese cargo porque sabía hablar muy bien inglés, algo que “el aeropuerto” apreciaba.

— ¿Por qué habla de “el aeropuerto” como si fuera una entidad abstracta? Se escucha gracioso.

—Así molestamos los de la tripulación en tierra de LATAM. Tenemos toda una cosmogonía en torno a “el aeropuerto”, ¿sabe? — rio de buena gana y enseñó la dentadura de una forma que me pareció amenazante. Luego terminó de un solo trago su cerveza y pidió un tom collins.

— ¿Y de qué va esa cosmogonía? —pregunté. Aproveché la cercanía del señor del bar para pedir un pielroja sin filtro. Cuando me lo dio, lo interrogué con la mirada mientras hacía amague de encender el cigarrillo. El señor hizo un movimiento con la mano que decía: “siga no más”.

—Todo el asunto lo empezó Salazar, un copiloto joven que sale a beber con la tripulación en tierra. Una noche que salimos tarde del aeropuerto…—se detuvo de golpe y me miró divertida —…tengo que advertirle que es una historia larga y que esta post-cuarentena me tiene más habladora que de costumbre.

—Sí quiero escucharla, obvio— era impensable que alguien no quisiera conocer una historia tan prometedora, sobretodo viniendo de alguien tan irreal como ella, experta en literatura inglesa y oficial segunda de la tripulación en tierra de LATAM.

Deseé con todas las fuerzas que ella no fuera el regreso de mis alucinaciones.

—Esa noche bebimos whisky fino que trajo Salazar de Escocia, tres botellas— continuó ella. —Estábamos en el bar del aeropuerto con un muchacho que trabaja en el check in, una azafata y otro co-piloto. A eso de las 3 de la mañana, cuando se acabó la última botella, todos nos habíamos quedado callados menos Salazar que hablaba hasta por los codos, yo creo que le gusta la coca, o al menos cuando se emborracha sí tiene esos tics erráticos clásicos de los periqueros, no sé bien qué será ni si usted sabe a qué me refiero.

— asentí. —Lo que pasa con Salazar es que a diferencia de otras personas con verborrea o periquismo, él sí tiene historias muy buenas para contar y sabe manejar la narrativa oral sin importar lo llevado que esté. Al parecer había conocido a un piloto escocés que le habló de “el aeropuerto”, hacía ya un año, cuando le cambiaron las rutas de Europa Central al Reino Unido. Esa vez Salazar pronunció “el aeropuerto” así con las comillas con las que yo también lo hice ahora y que a usted le dio entender que me refería a algo así como una entidad. Más que una entidad, el piloto escocés, Campbell, creía que los aeropuertos eran un nuevo tipo de templo. Vacuos como todos los templos, pero cargados también de una simbología profunda. En el caso del aeropuerto la magia que concede es la de volar, que es quizá el más antiguo y potente deseo humano. Los pilotos, las azafatas, la tripulación en tierra y todo el personal, somos los sacerdotes, los médiums que ofician en este templo. De allí la cara altiva pero serena del personal en tierra cuando un usuario se queja porque lo dejó un vuelo o porque su maleta mide 1 cm más de lo reglamentario. Sabemos que el usuario no tiene otra forma de volar, así que puede gastar toda su saliva si así lo quiere y a la final pagará el recargo, el diezmo del templo. De hecho, no sé si usted sabía que es una política muy común en las aerolíneas que cada tanto se cambie la sala de partida de un vuelo sin avisarlo en pantalla. La mayoría de los usuarios se dan cuenta, pero uno o dos pierden el vuelo y deben pagar un recargo. Estos recargos y las multas por equipaje son la razón por la que las aerolíneas son rentables aun vendiendo tiquetes baratos. Cada uno de los miembros de la tripulación en tierra tenemos que propiciar al menos 10 falsos positivos de este tipo al mes. Cuando empezamos a ver todas estas prácticas de las aerolíneas a la luz de la cosmogonía de Campbell, también nos empezamos a empelicular un poco más los de la tripulación en tierra, porque la historia que nos contó Salazar se regó también por AVIANCA y SATENA. Estos incautos son el sacrificio que “el aeropuerto” pide, le dije una vez al oficial tercero, refiriéndome a un par de muchachos trabados que perdieron su vuelo y él se rio conmigo, pero también lo tomó muy en serio. Sabíamos en el fondo que era verdad. Nosotros tramitamos el poder de volar y debemos entregarle a “el aeropuerto” algunos incautos. Entonces ya ve, es como un chiste interno de la gente de LATAM, aunque en el fondo, yo sí creo que es verdad… “el aeropuerto” no es como cualquier otro lugar…y volar no es sólo ir de un lugar a otro.

— ¿A qué se refiere?

—Pues, que sí, las personas toman un vuelo para desplazarse a otro lugar, obvio, pero en realidad lo que la gente busca en el aeropuerto es algo más personal, y está representado en el contenido de las publicidades de las agencias turísticas o de las aerolíneas. ¿Sí ha notado que hay todo un asunto medio de superación personal en esos comerciales de viajes? Sé tú mismo, cambia, florece, ¡VIVE!

Se detuvo un instante y dio un largo sorbo a su tom collins. Sus rasgos elusivos habían tomado un matiz que era a la vez maligno y cómico.

—Los aeropuertos son los nuevos templos de Janus, le dijo Campbell a Salazar esa vez. Son un portal, le dijo, y lo que el usuario busca es a ese otro en el que supuestamente habrá de convertirse en el destino. Pero es que ese tipo de caminos no pueden hacerse en escalera eléctrica, eso es lo que el usuario del común no entiende. ¿Usted sí me entiende, cierto? ¿O estoy hablando pendejadas? —su pregunta me tomó por sorpresa. Las imágenes que desnudaban al aeropuerto me tenían agarrado del cuello. Intenté zafar con mis propias palabras, que me sonaron irreales al pronunciarlas.

—Lo que entiendo de lo que dice es que la gente quiere los aprendizajes del viaje, esquivando el viaje y llegando directo a la meta. ¿Es eso lo que dice?

—Sí, eso es lo que digo. Para eso son en realidad los aeropuertos modernos. Campbell también le habló a Salázar de que los pilotos antes, cuando la industria aeronáutica no se había masificado, eran en realidad una suerte de sacerdotes o chamanes, conexiones entre el cielo y la tierra. Las aventuras de Lindhberg, por ejemplo, fueron en realidad gestas heroicas, no es como ir hoy día a París con transbordo en Ciudad de Panamá, esos vuelos de antes eran aventuras de verdad que te podían costar la vida. Y aquí es donde termina el asunto, pues Campbell, en su borrachera, le contó a Salazar la historia de Akira Wataya, que fue lo que nos llevó a los de tripulación en tierra al juego de la asfixia y a reafirmarnos más en nuestro hermetismo de secta. Pero bueno, ya se hizo muy largo todo, tengo que agarrar el bus para el aeropuerto…—la muchacha terminó su tom collins, aplanó el uniforme de LATAM y se colgó un práctico bolso de cuerina.

—¡Oiga! No me puede dejar así en la mitad de la historia, no es justo…

Levantó los hombros.

—Ya voy algo tarde. Si quiere nos vemos mañana, mismo canal, misma hora. ¿le parece? Y a ver si me cuenta una historia que valga la pena, me siento acá despilfarrando mi narrativa y usted nada de nada…

—Está bien. Mañana le tengo una historia para comprarle todo esto que me ha contado.

—Me parece. Nos vemos mañana entonces.

Partimos rumbos en la esquina del teatro Lido. La ciudad parecía las ruinas de algo que nunca estuvo completo. Los vestigios de una obra en proceso.

En casa leí sobre el juego de la asfixia, al menos lo que la conexión liberada de los vecinos del tercer piso me permitió. Cargué la entrada de Wikipedia y un par de estudios sociológicos de una misma universidad californiana, cuyo nombre no recuerdo. Al parecer California es la ciudad en donde más personas practican el juego de la asfixia. Como el internet de los vecinos estuvo caído casi toda la noche, leí varias veces las únicas tres pestañas que logré cargar. Al parecer el juego de la asfixia es el nombre que se le da a una práctica común en las escuelas, que consiste en hiperventilarse y después bloquear el flujo de sangre oxigenada al apretar con fuerza la carótida con las manos como tenaza. La falta de oxígeno en el cerebro junto a la presión en el nervio vago, producen síncopa o desmayo. Cuando estaba en el colegio presencié estos desmayos inducidos un par de veces, pero nunca me atrajo mucho el asunto y a decir verdad casi hasta lo había olvidado. Según los documentos que leí, el juego de la asfixia es una especie de rito de iniciación que se practica en casi todas las escuelas del mundo. Es una afirmación arriesgada, pero las dos tesis californianas reiteran que allí donde haya una institución educativa, se practicará el juego de la asfixia. Por esa misma razón el juego tiene cientos de nombres. Estos son algunos de los más intrigantes que encontré en Wikipedia: aeroplaneo, aterrizaje, el juego del sueño americano, ensueño de California, el juego de morir, gallina funky, sol naciente, paseo en cohete, droga natural, vaquero espacial, sueño rápido, ruleta de la sofocación…etc. La falta de oxígeno en el cerebro causa cosquilleo y euforia, razón para que sea tan popular entre jóvenes que no tienen cómo comprar drogas. Después de regresar del desmayo, la persona queda desorientada y con la idea de que transcurrió mucho tiempo, lo que la hace digna también para los mayores, por ser similar a ciertos efectos de los sicotrópicos y otros emuladores de muerte. Según las tesis californianas, en los últimos años el juego de la asfixia se ha vuelto una práctica recurrente en estudiantes y egresados de las facultades de ciencias humanas de las universidades estatales de la ciudad, casi siempre en ambientes sectarios y herméticos. Todas las fuentes que consulté no se cansan de repetir que la práctica es bastante peligrosa y puede derivar en parálisis parcial o permanente e incluso en la muerte. Véase también: Asfixia, Anoxia, Asfixiofilia, Muerte.

La mañana siguiente salí a reciclar algo de comida en los vertederos de la plaza minorista. Encontré dos mangos magullados y un pan con moho. Después de desayunar caminé por la villa bazuko de avenida De Greiff y estuve conversando un rato con un par de aliens que tenían historias casi tan maravillosas como las de la muchacha de LATAM. Las omitiré por el bien de la higiene narrativa. El día se fue rápido y cuando menos pensé, era hora del encuentro en La Polonesa. Ella me esperaba vestida de civil. Parecía otra persona.

—Hoy no trabajo en el aeropuerto— me dijo.

—Ya veo.

—Y bueno, ¿tiene una historia para contarme? Ando sin netflix y con muy pocas ganas de leer, así que usted es mi última esperanza— asentí y ella pidió dos cervezas y una ración extra grande de crispetas.

—Estoy lista— dijo. Agarró un puñado de maíz inflado con la mano derecha y empezó a dosificarlo con la izquierda.

—Lo que le voy a contar es algo extraño, lo más probable es que al final crea que estoy loco.

—Obvio bobis, como todo el mundo…

—No, no como todo el mundo…a menos que todo el mundo haya visto a la virgen María cuando niño o haya sido abducido por aliens el 20 de diciembre del 2012, el día en que se iba a acabar el mundo supuestamente, a las 12 de la madrugada.

—Tiene mi atención, así su historia sea bien anti-climática, déjeme decirle.

—Es que soy muy malo para contar historias, se me da mejor escucharlas. Anoche estuve pensando hasta muy tarde en qué iba a contarle y decidí que sería un pedazo de mi vida que nadie más conoce, bueno, una parte sí la conoce mi mamá pero de resto es uno de los capítulos que sólo yo me sé. Desde niño me han gustado las historias extrañas, ¿sabe? Empezó con la biblioteca de mi viejo, que estaba llena de libros tipo: No somos los primeros, ovnis ancestrales, iluminatis, vainas así. Pero es extraño pues yo odio a mi papá, así que crecí para ser todo lo contrario de él, bebí de las filosofías más positivas y materialistas, siempre queriendo alejarme de toda esa basura para atrapar incautos. Sin embargo conservé el gusto por las historias raras y las conspiranoias. En el primer caso porque me encanta la ficción, en el segundo porque a veces me las doy de sociólogo. El caso es que me encantan las historias raras y las teorías de conspiración, pero en mi núcleo soy escéptico. Y esa es la imagen que tengo de mí mismo: alguien que no cree en discursos encanta-bobos pero que se apasiona en diseccionarlos. Ya le delimité más o menos al personaje que participa en esta historia, que soy yo. Y la historia empieza aquí: imagine que unos días atrás logré por fin llamar a mi madre para saludarla y preguntarle cómo la había tratado la crisis gripal—. La chica de LATAM arrugó la cara cuando pronuncié la palabra madre. Encendí un cigarrillo y aproveché la breve pausa para pensar por qué se habría fastidiado con esa palabra. Expulsé el primer humo y seguí.

—Logré hablar con la vieja varias horas porque la señal de los vecinos estaba extrañamente fuerte esa noche y durante la conversación, no recuerdo por qué cosa que había dicho una tía sobre la abuela o algo así, mi mamá se acordó que cuando era niño vi a la virgen María. Y que le conté a ella entre lágrimas que la virgen María era una señora gigante que se veía pequeñita por momentos. Lo había olvidado. Eso causó tanto impacto en ella y en mis tías, que por mucho tiempo creyeron que me iba a volver cura o algo por el estilo…

—¿La virgen María tal cual?

—Sí, la virgen María tal cual, con su manto azul de pie en la esquina del cuarto de mi mamá cuando vivíamos en Neiva. Después de hablar con mi mamá esa noche me quedé pensando en el suceso y empecé a recordarlo con claridad. La virgen parecía muy triste cuando la vi por primera vez desde el umbral de la habitación, pero cuando me acerqué a ella noté que sonreía ligeramente. Era aterradora de hecho. No sé por qué me acerqué tanto. Estaba a punto de decirme algo y para mí todo el asunto era como un sueño, pero sucedió, de una u otra forma y mi mamá también lo recuerda. La virgen me dijo que perdiera toda esperanza. La esperanza es un sentimiento primitivo y débil me dijo también. La esperanza inhabilita. La esperanza anula. Me dijo que el mundo nunca iba a estar mejor, pero que tampoco iba a empeorar sobremanera. Desde mi perspectiva más cercana al suelo, noté que el manto de la virgen se replicaba y se perdía en altitudes que no podía entender, como una especie de aura estratosférica de un ser inmenso que no me cabía en el ojo ni en la cabeza. Sus rasgos humanos ondularon un momento y fue como asomarse al abismo entre las grietas de su rostro inconmensurable, pero a la vez capaz de entrar en el cuarto de mi madre. Me dijo que nos veríamos después y desapareció con el parpadeo de un televisor viejo cuando lo apagan.

—¿Y se volvieron a ver? — preguntó la muchacha con genuina emoción.

—Eso es lo más extraño de todo. Cuando recordé este episodio se me disparó otro, de una vaina muy extraña que me pasó en el 2012, el día que supuestamente se iba a acabar el mundo. Yo estaba muy borracho en medio de un montón de gente, panas y amigos de los parceros que estábamos celebrando el falso apocalipsis en el centro de la ciudad…cuando de repente estaba solo, así de la nada en un parpadeo, o bueno, no del todo solo…conmigo estaban unas presencias extrañas, gigantes pero a la vez condensadas en unas formas lumínicas de estatura y complexión humana. Me dijeron que eran los reyes magos. Caminamos por el centro desolado de la ciudad y me repitieron lo mismo que me dijo aquella vez la virgen María, que no tuviera esperanza, porque eso era feo y en vano. Les pregunté por qué habían escogido hablarme justo en esa fecha y admitieron que había sido para fastidiarme con el asunto de los mayas, en el cual no creía, como tampoco creía ni en la virgen ni en los reyes magos. Al otro día me levanté enguayabado y con el recuerdo de un sueño muy extraño en el cual me había quedado de repente a solas en el centro de la ciudad con unos seres lumínicos multi-dimensionales.

—¿Esa historia es verdad, en serio le pasó?

No la culpé, yo tampoco creería algo así. Las historias de abducción siempre me han parecido deformaciones de mentes enfermas. ¿Por qué habría de esperar un trato distinto para mi historia de abducción?

—Usted sólo me dijo que le contara una historia— dije y levanté los hombros. No que fuera de “verdad”. —hice un énfasis especial en las comillas que quería ponerle a la palabra de la v—. Además, le puedo ahorrar que ya sé todo lo que hay que saber sobre el juego de la asfixia. Sólo queda que me suelte la última historia que le contó el escocés a Salazar y quedamos a paz y salvo.

—La historia de Akira Wataya.

—Ahora me tocan las crispetas a mí—dije y ella empujó el plato con los dedos.

—Akira fue un piloto kamikaze…—dijo tras reordenar la historia en un tablero imaginario que miraba un poco por encima de su estatura— …uno de los últimos kamikazes que murieron durante las batallas del pacífico en la segunda guerra mundial, o bueno, para ser más exactos, el último. Según cuenta la historia, el piloto Wataya estaba enamorado de una vecina que conocía desde que eran niños. Obviamente no deseaba morir por la patria, quería tener una vida con la vecina de infancia, cuidar de las crías resultantes, el perrito, las máscaras anti-radiación otorgadas por el gobierno… el paquete completo. Desde el acorazado Musashi un alto rango emitía por radiofrecuencia un discurso nacionalista y de exaltación del honor que tendría que mantener a los Shinigamis de Tokio en ruta hacia el acorazado americano que pretendían hundir. A eso de las 1400 horas, minutos antes de la emboscada desde las nubes, la aeronave del piloto Wataya empezó a ascender en vez de descender. Por más que el hombre de la radio lo llamó cobarde, Akira Wataya no soltó la palanca. Él sabía que no podría regresar a Tokio junto a la vecina, su propia voz se lo había dicho, o eso dice Salazar que asegura Campbell, aunque es imposible saber qué pensó el muchacho en la cabina de su aeronave. Ellos se escudan en una especie de comprensión sobrenatural entre pilotos, pero es sentido común: él sabía que un traidor nunca puede volver a casa. Entonces Akira subió hasta un lugar en donde el oxígeno era delgado y ya no servía para respirar y después subió un poco más. El piloto estalló de la risa cuando completó el cuadro de hipoxia y ésta quedó grabada en las cintas del acorazado Musashi, que fueron usadas en el siglo XXI por el artista japonés Kobe Watanabe, en su obra El sonido de la asfixia. Escúchela, se la recomiendo. Esa carcajada de Wataya es estremecedora pero a la vez libera. Puede descargar la obra en archive.org.

—Ah bueno, ya entiendo para dónde va el asunto con el juego de la asfixia.

—Pero espere, no interrumpa que falta lo mejor de la historia del kamikaze rebelde. Cuando Wataya por fin perdió la conciencia su mano se liberó de la palanca y la aeronave cayó en picada. Por asuntos de azar Wataya acertó en el blanco y fue el proyectil que lo hundió, cuando los otros Shinigamis de Tokio regresaban al acorazado Musashi. Japón se había rendido y el ataque suicida se había cancelado. Wataya pasó a la historia como un héroe y fue coronado con ideas que no eran suyas. El héroe de la carcajada final, le pusieron en los periódicos. Campbell decía que si la aeronáutica es también una especie de culto, él se encomendaba a Akira Wataya. Por cosas de la vida esa noche en que Salazar contó la historia, estaba con nosotros una amiga de él que es médica. Patricia algo se llamaba, el segundo nombre era bien particular pero no lo recuerdo. El tema del kamikaze rebelde le dio pie para hablar de la asfixiofilia y cuando menos pensamos Patricia Algo nos estaba enseñando a hacer la llave del sueño. Esa noche nos desmayamos por turnos varias veces, ahí mismo en el bar del aeropuerto y fue increíble. Desde esa noche los de tripulación en tierra de LATAM (sede Medellín) jugamos a la asfixia para despejar la mente, sacar iras o simplemente renovar fuerzas. Aunque en el fondo sabemos que es nuestra forma de recordar a Akira, uno de los pilotos del panteón.

—Según leí hacer eso es peligroso. Uno puede quedar inválido o hasta pegar pelo.

Por un instante hizo cara de fastidio por tratar con un lameloide, pero luego recobró su cálida inexpresividad.

—Todo lo bueno es medio peligroso, ¿no le parece? Desde el azúcar hasta el paracaidismo. Incluso lo aburrido es peligroso y quizá mucho más. ¿No dicen pues que la gente se muere de estrés y le dan cánceres en el culo por pensar de más en no sé qué otra cosa que no es ni aquí ni ahora?

Nunca antes había conocido a alguien con ideas tan claramente abismadas. Ni siquiera D. ni K. (los fundadores del movimiento) expresaban con tanta facilidad lo abismado, como la oficial segunda en tierra de LATAM. Una muchacha elegante, letrada y sin miedo a la muerte. Al parecer.

—Tiene razón— dije tras un silencio prolongado que se había vuelto de algún modo trinchera para ambos—. Me gustaría que me desmayara alguna vez, digo, si no le parece raro…

Sus ojos brillaron.

—Podría ser ya mismo. Tengo un pase de LATAM para una habitación en el hotel Nutibara. ¿No le gustaría ir a conocer? Y de paso le doy un tiquete…jaja, así le decimos los del aeropuerto, perdón. De hecho, es la primera vez que voy a desmayar a un usuario. ¡Jm! ¿Se imagina? Sería tremendo escándalo donde usted muera en una habitación a nombre de LATAM y a manos de una empleada de la filial— parecía que la sola idea del pleito legal la excitaba. Un extraño ser, sin duda, la oficial segunda en tierra. Todavía me sorprende lo alien que llegamos a ser algunas de las creaturas que emergimos con la imaginación intacta de la segunda pandemia memética. El abismamiento se vuelve un poco la regla para los de nuestro tipo, pensé, y no podría ser de otra forma.

Miré mi reflejo en los vidrios de La Polonesa. Por momentos olvidaba que casi me había convertido en un indigente. Tenía poca ropa y vivía en un apartamento abandonado en el centro. Me veía limpio, pero en definitiva se notaba que iba rumbo al abismo.

—Está bien, vamos a escribir ese titular del Q’iubo. Qué más da.

Por otro lado tenía absolutamente nada que perder.

Ella tomó mi mano grasosa de crispetas y un poco húmeda por la hiperhidrosis. Las manos se abrazaron por su cuenta, ansiosas por el contacto postergado. Este tipo de gestos no eran comunes desde que la epidemia memética se había instalado por completo en nuestras cabezas, de allí que se sintiera casi pecaminoso el contacto profundo de nuestros órganos agarradores. Camino al hotel disfrutamos las caras que ponían los pocos transeúntes cuando pasábamos a su lado. Una muchacha joven y elegante tomada de la mano con un extraño y pobre señor.

—¿Y qué fue lo que le pasó a usted? —me preguntó cuando faltaba una cuadra para llegar al hotel. Su pregunta, o la forma en que la pronunció, no parecía maliciosa. Parecía incluso insinuar que ella creía que había existido una mejor versión de mí. Cuando era profesor, quizá, pero eso ella no lo sabía.

—Aproveché un poco que el mundo admitió su locura para admitir la mía propia… me dejaron de importar muchas chimbadas la verdad, y además estaba harto de quien era en el mundo anterior, un patético y miserable borrego. Mi descenso no fue hacia el nihilismo, sin embargo, ni hacia el cinismo, sino hacia algo más, algo que cuando termine de estar configurado, al menos intelectualmente, será el modelo de pensamiento perfecto para esta nueva época.

—¡Ah! Un filósofo—dijo ella encantada. Estrechó mi mano con más fuerza—. Por un momento creí que era un bazukero o un heroinómano, pero sí se nota que habla diferente a un yonki común.

—Primero que todo, auch. Ya sé que no me veo muy bien, pero mire alrededor, usted es casi la única persona elegante, y no por eso creo que sea una gomela o le voy preguntando si es la hija de Santo Domingo. Segundo: ¿Pensaba meterse en una habitación con un desconocido que le parece además un toxicómano?

—Pues sí, ni que fuéramos a coger.

—Pésima lógica.

—Además tengo un revólver en el bolso. Dotación de LATAM.

—¿En serio?

Levantó los hombros imitando mi reacción cuando ella me preguntó lo mismo sobre la historia de la Virgen María y los tres reyes magos.

—Él viene conmigo… —le dijo al de recepción, a quien pareció valerle verga.

Entramos al antiguo ascensor y subimos hasta el piso 7. Ella abrió con una tarjeta magnética una habitación pequeña. Dos camas. Un televisor. Balcón. Ducha con agua caliente. En otro momento no me habría parecido nada del otro mundo, pero en esta época esa habitación reunía todas las comodidades posibles, dignas de reyes y presidentes.

—¿Puedo ducharme? —pregunté un poco avergonzado.

—Sí, claro. Ahí debe haber toallas. Yo voy a darme unos plones, ¿quiere?

—No gracias. No me sienta bien…

En la ducha soñé despierto, pero con cautela para mantener las imágenes por dentro de los ojos. Cuando salí del baño ella estaba practicando una especie de calistenia.

—¿Preparado? —me preguntó. Ya no estaba seguro.

—Sí, ¿qué hago?

—Bueno, va a hacer 10 cuclillas, cuando baje bota el aire, cuando suba retiene todo el que pueda. Durante la última ascensión, el despegue, va a aguantar el aire y no lo va a soltar…y ahí ya me lo deja a mí. ¿Listo?

—Está bien.

Primera cuclilla.

—Una…

Las rodillas traquearon.

—Dos…

Recordé las torturas de educación física.

—Tres…

Una perlita de sudor nació en la frente.

—Cuatro…

La perlita se hizo un poco más gorda…

—Cinco…

….y rodó por la frente hasta la mejilla.

—Seis…

Me di cuenta de repente de que la segunda oficial en tierra de LATAM estaba buena.

 

—Siete…

¿Por qué existen estas vainas que suceden en todas partes del mundo pero con diferentes nombres tipo el juego de la asfixia o piedra/papel/tijera?

—Ocho…

¿Qué putas estoy haciendo con mi vida?

—Nueve…

…creo que ya no quiero…

—Diez…

Aguanté la respiración como me dijo. Ella se acercó y con sus manitas suaves y menudas presionó a ambos lados del cuello. Primero sentí la tibieza en el rostro y luego las cosquillas en la sien. Boté el aire en forma de risa suave. Algo era muy gracioso, creo que yo era lo gracioso, la luz se fue apagando despacio y en forma de túnel que se achica y tampoco pude sostener mi cuerpo sobre un temblor que venía desde una época muy antigua en la que un conde me quiso vender una pintura carísima con un conejo saltando a través de un aro de fuego como tema, y yo la quería demasiado así que tuve que embarcarme por varios años en busca de una vela mágica que podría concederme tres deseos, eso si los pedía bien, pero como yo no soy ningún pendejo el primer deseo que le pedí a la vela fue que formulara otros dos deseos infalibles cuyos resultados no me trajeran ninguna desventura y plash, la vela me asesina y luego me resucita y ahora soy el rey de Dinamarca, me gusta ver pajaritos por la ventana que cantan tonadas un poco fachas pero que no me desagradan del todo, pero entonces llegan los bárbaros y destruyen todo mi reino, para escapar de las huestes enemigas me disfrazo de mendigo pero ya no puedo dejar de serlo, tampoco puedo morir, vago por las calles de mil ciudades y soy testigo del ensanchamiento del mundo y todos sus vicios, alcanzo a llegar a pie, por el camino de la serpiente, hasta una ciudad a la que arrojaron bombas nucleares y pido mentas mutantes en las calles para sobrevivir, estoy tirado en el asfalto bajo una lluvia ácida y alguien me da palmaditas en la cara, hey, amigo, ¿está bien?

—Quiubo, ¿ya? —la muchacha desconocida me da un par de palmadas más en la cara.

—¿Qué pasó?

—Lo desmayé. Estamos en el Nutibara. El titular del Q’iubo, ¿se acuerda?

Todas las historias que asociaba a ella, incluyendo la suya propia, regresaron de golpe.

—Ni siquiera sé cómo se llama usted.

—Me llamo Dayana, sonrió… ¿Y?

—¿Y qué?

—¿Pues qué le pareció, que vio?

—Es como si hubiera pasado mucho tiempo, ¿cuánto estuve desmayado?

—Unos diez segundos como mucho. ¿Pero no se siente mejor? Como descansado…

—La verdad es que sí—respondí y era verdad. Me sentía nuevo.

—Ahora le toca desmayarme—dijo después. A lo que tuve que responder que lo sentía, que debía irme. Me aterroriza el poder de las imágenes. Siempre temo que en algún punto se me puedan salir de los ojos.

—Es que…—los ojos se me encharcaron y ella entendió de inmediato que me tenía que dejar ir.

—…no quiero que se me salgan las imágenes, es todo.

Me despedí y ella me abrió la puerta con la tarjeta magnética. En la recepción tuve que esperar a que el sujeto llamara a la habitación y comprobara que no había asesinado a la muchacha, quizá intuyendo un titular mucho más común. En la calle todo había adquirido un nuevo brillo y me recordó a una vez en que casi me atropella un carro de encomiendas. Quizá por eso les gustaba desmayarse a los de LATAM, era una forma de hacer la visita al reino oculto sin usar drogas de efectos prolongados. Por suerte el sol apareció tras las nubes y me ayudó a desprenderme de esas extrañas imágenes que se habían presentado durante el desmayo y que se agarraban de mí como si significaran algo.

De camino a casa me quedé congelado frente a la estación del metro de Parque Berrío. Refulgía. Era aterradora. Esa mole de cemento también es un templo de algún tipo, como el aeropuerto, concluí. Los suicidios eran rituales y el metro los pedía. La ciudad entera los pedía. En las escaleras de la estación estaba sentada la virgen María con su cría. La prenda azul con la que se cubrían estaba desgastada, seguro porque la mujer había escapado de un Herodes diferente y llevaba mucho tiempo vagando de pesebre en pesebre. El sonido del celular me liberó de la imagen. En el identificador decía que era Daniela, lo cual me sorprendió más que la última vez.

—¿Aló?

—Muy buenas tardes. ¿Conoce usted a Daniela Arbeláez?

—Sí, ¿por qué?

—Lo que pasa es que…

La voz terminó de completar lo que ya resultaba obvio.

A veces, en contra de todo pronóstico, las explicaciones suelen ser las más sencillas.

Tan solo eran tiempos difíciles.

FIN.

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Lygia Clark Respire comigo1966

Quando ativada perto do ouvido, essa mangueira de borracha proporciona uma medida da respiração do corpo, revelando o próprio pulmão vivo. Quando nos tornamos conscientes do ritmo do corpo não o esquecemos rapidamente.

Cuando se activa cerca del oído, esta manguera de goma proporciona una medida de la respiración del cuerpo, revelando el propio pulmón vivo. Cuando nos damos cuenta del ritmo del cuerpo no lo olvidamos rápidamente.

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El derecho universal a la respiración

Achille Mbembe

06/04/2020

Le droit universel à la respiration [fr]

O direito universal à respiração [pt]

Si el COVID-19 está siendo la dramática expresión del impasse planetario en el que se encuentra la humanidad, lo que está juego entonces es, ni más ni menos, la reconstrucción de una Tierra habitable, porque esta ofrecerá a todos la posibilidad de una vida respirable. ¿Seremos capaces de redescubrir nuestra pertenencia a la misma especie y nuestro vínculo inquebrantable con todos los seres vivos? Esta puede ser la pregunta, la definitiva, antes de que la puerta se cierre, de una vez por todas.

 

Algunas personas ya están hablando del «post-COVID-19». ¿Por qué no? Para la mayoría de nosotros, especialmente en aquellas partes del mundo donde los sistemas de salud han sido devastados por años de abandono organizado, lo peor está por venir, sin embargo. En ausencia de camas de hospital, respiradores, pruebas masivas, máscaras, desinfectantes a base de alcohol y otros dispositivos de cuarentena para los ya afectados, muchos, lamentablemente, no lograrán pasar por el agujero de la aguja.

La política de lo vivo

Hace unas semanas, ante el tumulto y la agitación que se avecinaba, algunos de nosotros tratábamos de describir estos tiempos que estamos viviendo. Un tiempo sin garantías ni promesas, en un mundo dominado cada vez más por el miedo al final de uno mismo, decíamos. Pero también una época caracterizada por «una redistribución desigual de la vulnerabilidad» y por «nuevos y desastrosos compromisos con formas de violencia tan futuristas como arcaicas», añadimos¹.  Peor aún, una época de brutalismo.

Más allá de sus orígenes en el movimiento arquitectónico de mediados del siglo XX, definimos el brutalismo como el proceso contemporáneo «por el cual el poder como fuerza geomórfica se constituye, expresa, reconfigura, actúa y reproduce actualmente». ¿Por qué otra cosa, si no es por «la fractura y el agrietamiento», por «el vaciado venoso», por «la perforación» y «la extracción de las sustancias orgánicas» (pág.11), en resumen, por lo que hemos llamado la «depleción» (pág.9-11)?

No sin razón llamamos la atención sobre la dimensión molecular, química e incluso radiactiva de estos procesos: «¿Acaso no es la toxicidad, es decir, la multiplicación de sustancias químicas y residuos peligrosos, una dimensión estructural del presente? Estas sustancias y desechos no sólo atacan a la naturaleza y al medio ambiente (aire, suelo, agua, cadenas alimenticias), sino también a los cuerpos expuestos así al plomo, fósforo, mercurio, berilio y agentes refrigerantes» (pág. 10).

Por supuesto, nos referíamos a los «cuerpos vivos expuestos al agotamiento físico y a todo tipo de riesgos biológicos, a veces invisibles». Sin embargo, no mencionábamos los virus de forma nominal (alrededor de 600.000, portados por todo tipo de mamíferos), sino de forma metafórica, en el capítulo dedicado a los «cuerpos fronterizos». Pero, por lo demás, se trataba una vez más de la política de los seres vivos en su conjunto. Y el coronavirus es el nombre manifiesto de la anterior.     

La humanidad errante 

En estos tiempos púrpura – asumiendo que la característica distintiva de todos los tiempos es su color – tal vez deberíamos, por lo tanto, comenzar inclinándonos ante todos aquellos que ya nos han dejado. La barrera de los alvéolos pulmonares se rompió y el virus se infiltró en su corriente sanguínea. Luego atacó sus órganos y otros tejidos, comenzando por los más expuestos.

Se produjo a continuación una inflamación sistémica. Aquellos que, antes del ataque, ya tenían problemas cardiovasculares, neurológicos o metabólicos o padecían patologías relacionadas con la contaminación, sufrieron los ataques más furiosos. Sin aliento y privados de respiradores, algunos se fueron como si estuvieran huyendo, de repente, sin ninguna posibilidad de decir adiós. Sus restos fueron inmediatamente cremados o inhumados. En soledad. Era necesario, nos dicen, deshacerse de ellos lo antes posible.

Pero ya que estamos, por qué no añadir a esas y esos todos los demás, y son decenas de millones, víctimas de SIDA, cólera, malaria, ébola, Nipah, fiebre de Lassa, fiebre amarilla, Zika, chikungunya, cánceres de todo tipo, epizootias y otras pandemias animales como la gripe porcina o la lengua azul, de todas las epidemias imaginables e inimaginables que durante siglos han asolado pueblos sin nombre en tierras lejanas, sin mencionar las sustancias explosivas y otras guerras de depredación y ocupación que mutilan y diezman por decenas de miles y lanzan por los caminos del éxodo a cientos de miles de otros, la humanidad errante. 

¿Cómo olvidar, por otra parte, la deforestación intensiva, los megafuegos y la destrucción de los ecosistemas, la acción nefasta de las empresas contaminantes y destructoras de la biodiversidad y, en la actualidad, en que la contención forma parte de nuestra condición, las multitudes que pueblan las prisiones del mund, y aquellas otras cuyas vidas son destrozadas frente a muros y otras técnicas de fronterización, ya sean los incontables puestos de control que salpican tantos territorios, o los mares, océanos, desiertos y todo lo demás?

Ayer y antes de ayer sólo se hablaba de aceleración, de las redes de conexión que se expanden abarcando todo el planeta, de la inexorable mecánica de la velocidad y de la desmaterialización. Es en el mundo computacional donde se supone que está el futuro de los grupos humanos y de la producción material, así como el de los seres vivos. Con la lógica ubicua, la circulación de alta velocidad y la memoria masiva, bastaba ahora con «transferir todas las habilidades de los seres vivos a un duplicado digital» y el resto estaba hecho². Etapa suprema de nuestra breve historia en la Tierra, el ser humano podría finalmente transformarse en un dispositivo de plástico. El camino estaba preparado para la culminación del viejo proyecto de la extensión infinita del mercado.

En medio de la intoxicación general, es esta carrera dionisíaca, descrita por otra parte en el libro Brutalismo, la que el virus viene a frenar, sin interrumpirla definitivamente, aunque todo permanezca en su lugar. Ahora, sin embargo, es el momento de la asfixia y la putrefacción, el amontonamiento y la cremación de cadáveres, en una palabra, la resurrección de los cuerpos vestidos, en ocasiones, con sus más bellas máscaras funerarias y virales. ¿Está la Tierra a punto de transformarse para los humanos en una ruidosa rueda, la Necrópolis universal? ¿Hasta dónde llegará la propagación de las bacterias de los animales salvajes a los humanos si, de hecho, casi 100 millones de hectáreas de bosques tropicales (los pulmones de la Tierra) deben ser talados cada veinte años?

Desde el comienzo de la revolución industrial en Occidente, se han desecado casi el 85% de los humedales. A medida que la destrucción de los hábitats prosigue sin tregua, las poblaciones humanas en estado de salud precario están expuestas, casi cada día, a nuevos patógenos. Antes de la colonización, los animales salvajes, principales reservorios de patógenos, estaban confinados a entornos en los que sólo vivían poblaciones aisladas. Este fue el caso, por ejemplo, de las últimas regiones forestales que quedan en el mundo, las de la Cuenca del Congo.

Hoy en día, las comunidades que vivían y dependían de los recursos naturales de esos territorios han sido expropiadas. Expulsados de sus hogares como consecuencia de la venta de tierras por parte de regímenes tiránicos y corruptos y del otorgamiento de vastas concesiones estatales a consorcios agroalimentarios, no pueden seguir manteniendo las formas de autosuficiencia alimentaria y energética que les habían permitido, durante siglos, vivir en equilibrio con el bosque.

Nunca aprendimos a morir

En estas condiciones, una cosa es preocuparse por la muerte del otro, desde lejos. Otra es tomar conciencia repentinamente de la propia putrescibilidad, tener que vivir en las proximidades de la propia muerte, contemplarla como una posibilidad real. Tal es, en parte, el terror que produce a muchos el confinamiento, la obligación de deber responder por fin con la propia vida y el propio nombre.

Responder aquí y ahora con nuestra vida en esta Tierra junto a otros (incluyendo los virus) y con nuestro nombre en común es, en efecto, el mandato que este momento patógeno dirige a la especie humana. Momento patógeno, pero también momento catabólico por excelencia, el de la descomposición de los cuerpos, la clasificación y eliminación de todo tipo de desechos humanos – la «gran separación» y el gran confinamiento, en respuesta a la desconcertante propagación del virus y como consecuencia de la extensa digitalización del mundo.

Pero por mucho que intentemos deshacernos de él, al final todo vuelve al cuerpo. Habremos tratado de injertarlo en otros soportes, convertirlo en un cuerpo-objeto, un cuerpo-máquina, un cuerpo digital, un cuerpo ontofánico. El cuerpo vuelve a nosotros en la asombrosa forma de una enorme mandíbula, vehículo de contaminación, vector de polen, esporas y moho.

Saber que uno no está solo en esta prueba, o que podremos ser muchos los que escapemos, es sólo un vano consuelo. Por qué otro motivo si no el de que nunca habremos aprendido a vivir con lo vivo, a preocuparnos realmente por el daño causado por el hombre en los pulmones de la Tierra y en su cuerpo. Como resultado, nunca hemos aprendido a morir. Con el advenimiento del Nuevo Mundo y, algunos siglos más tarde, la aparición de las «razas industrializadas», hemos elegido esencialmente, en una especie de vicariato ontológico, delegar nuestra muerte a otros y hacer de la existencia misma un gran banquete de sacrificio.

Dentro de poco, sin embargo, no seguirá siendo posible delegar nuestra propia muerte al otro. Este último ya no morirá en nuestro lugar. No sólo estaremos condenados a asumir, sin mediación, nuestra propia muerte. Cada vez habrá menos posibilidades de despedida. Se acerca la hora de la autofagia y, con ella, el fin de la comunidad, puesto que apenas hay una comunidad digna de ese nombre dentro de la que despedirse, es decir, ya no es posiblerememorar a lo vivo.

Pues la comunidad, o mejor dicho, el en común, no se basa sólo en la posibilidad de decir adiós, esto es, de tener un encuentro único con otros y de volver a honrar este encuentro de vez en cuando. El en común también se basa en la posibilidad de compartir incondicionalmente y que, a cada vez, se pueda recuperar algo absolutamente intrínseco, es decir, algo inconmensurable, incalculable y, por lo tanto, que no tiene precio.

Lo digital, nuevo hoyo en la tierra cavado por la explosión  

El cielo, de forma manifiesta, no para de ensombrecerse. Acorralada entre la injusticia y la desigualdad, la mayor parte de la humanidad se encuentra amenazada por el gran estrangulamiento, y sigue extendiéndose la sensación de que nuestro mundo está en un estado de incertidumbre. Si, en estas condiciones, debe aún haber un día después, difícilmente podrá ser a costa de unos pocos, siempre los mismos, como ocurre en la Vieja Economía. Tendrá que darse, necesariamente, para todos los habitantes de la Tierra, sin distinción de especie, raza, sexo, ciudadanía, religión o cualquier otro marcador de diferenciación. En otras palabras, sólo puede ser al precio de una gigantesca ruptura, el producto de una imaginación radical.

No bastará un simple replanteamiento. En el medio del cráter, tendremos que reinventar literalmente todo, empezando por lo social. Porque cuando trabajar, abastecerse, obtener información, mantenerse en contacto, nutrir y mantener los lazos, hablar e intercambiar, beber juntos, celebrar el culto u organizar funerales sólo puede hacerse a través de pantallas, es hora de que nos demos cuenta de que estamos completamente rodeados por anillos de fuego. En gran medida, lo digital es el nuevo agujero que la explosión ha cavado en la tierra. A la vez trinchera, entrañas y paisaje lunar, es el búnker donde se invita al hombre y la mujer aislados a acechar.

Se cree que, por medio de lo digital, el cuerpo de carne y hueso, el cuerpo físico y mortal será liberado de su peso e inercia. Al término de esta transfiguración, podrá llegar finalmente a atravesar el espejo, apartado de la corrupción biológica y devuelto al universo sintético de los flujos. Una ilusión ya que, así como no habrá humanidad sin cuerpo, tampoco podrá la humanidad ser libre sola, fuera de la sociedad o a expensas de la biosfera.

Guerra contra lo vivo 

Por lo tanto, debemos comenzar de nuevo si, en pos de nuestra propia supervivencia, es imperativo devolver a todos los seres vivos (incluida la biosfera) el espacio y la energía que necesitan. En su vertiente nocturna, la modernidad habrá sido desde el principio hasta el final una guerra interminable contra lo vivo. Está lejos de haber terminado. Una de las modalidades de esta guerra es el sometimiento a la tecnología digital. Una guerra que está llevando directamente al empobrecimiento del mundo y a la desecación de zonas enteras del planeta.

Es de temer que al término de esta calamidad, lejos de santificar a todas las especies vivas, el mundo entre desgraciadamente en un nuevo período de tensión y brutalidad.En el nivel geopolítico, la lógica de la fuerza y el poder seguirá prevaleciendo. En ausencia de una infraestructura común, se acentuará la feroz división del planeta y se intensificarán las líneas de segmentación. Muchos estados tratarán de reforzar sus fronteras con la esperanza de protegerse del mundo exterior. También lucharán por reprimir su violencia constitutiva, que como de costumbre arrojarán sobre los más vulnerables que se encuentran en su interior. La vida tras las pantallas y en enclaves protegidos por empresas de seguridad privada se convertirá en la norma.

En África en particular, y en muchas partes del Sur global, continuarán la extracción intensiva de energía, la fumigación agrícola y la depredación en un contexto de acaparamiento de tierras y destrucción de bosques. La alimentación y el enfriamiento de los chips y las supercomputadoras depende de ello. El suministro y la entrega de recursos y energía que necesita la infraestructura informática mundial se hará a costa de restringir aún más la movilidad humana. Mantener el mundo a distancia se convertirá en la norma, con el fin de expulsar los riesgos de todo tipo. Pero al no hacer frente a nuestra precariedad ecológica, esta visión catabólica del mundo, inspirada en las teorías de la inmunización y el contagio, contribuirá poco a romper el impasse global en el que nos encontramos.

Derecho fundamental a la existencia

De las guerras contra lo vivo se puede decir que su principal propiedad habrá sido dejar sin aliento. En tanto que impedimento mayor a la respiración y la reanimación de los cuerpos y tejidos humanos, el COVID-19 sigue esa misma trayectoria. De hecho, ¿cuál es el propósito de la respiración si no la absorción de oxígeno y la liberación de dióxido de carbono, o incluso un intercambio dinámico entre la sangre y los tejidos? Pero al ritmo que va la vida en la Tierra y en vista de lo que queda de la riqueza del planeta, ¿estamos tan lejos del momento en que habrá más dióxido de carbono para inhalar que oxígeno para aspirar?

Antes de este virus, la humanidad ya estaba amenazada de asfixia. Si tiene que haber una guerra, por consiguiente, ésta no debe ser tanto contra un virus en particular como contra todo lo que condena a la mayor parte de la humanidad a un cese prematuro de la respiración, todo lo que ataca fundamentalmente a las vías respiratorias, todo lo que durante el largo curso del capitalismo habrá confinado a segmentos enteros de poblaciones y razas a una respiración difícil y jadeante, a una vida pesada. Pero, para salir de esta situación, aún tenemos que entender la respiración más allá de los aspectos puramente biológicos, como algo que nos es común y que, por definición, escapa a todo cálculo. Al hacerlo, estamos hablando de un derecho universal a respirar.

En esa calidad, que a la vez está por encima de la tierra y es nuestro punto en común, el derecho universal a la respiración no es cuantificable. Esto no puede ser susceptible de apropiación. Es un derecho respecto a la universalidad no sólo de cada miembro de la especie humana, sino de los organismos vivos en su conjunto. Por lo tanto, debe entenderse como un derecho fundamental a la existencia. Como tal, no puede ser objeto de confiscación y, por lo tanto, no está sujeto a ninguna soberanía, ya que recapitula el principio soberano en sí mismo. Es, además, un derecho original de habitación de la Tierra, un derecho propio de la comunidad universal de los habitantes de la Tierra, tanto humanos como otros³.

Coda

Esta demanda habrá sido presentada mil veces. Podemos recitar con los ojos cerrados las principales acusaciones. Ya se trate de la destrucción de la biosfera, el acaparamiento de mentes por parte de la tecnociencia, la disolución de resistencias, los ataques repetidos a la razón, la cretinización de las mentes, el auge de los determinismos (genéticos, neuronales, biológicos, medioambientales), los peligros para la humanidad son cada vez más existenciales.

De todos estos peligros, el mayor es que toda forma de vida se vuelva imposible. Entre aquellos que sueñan con descargarse nuestra conciencia e instalarla en máquinas y aquellos que están convencidos de que la próxima mutación de la especie radica en nuestra liberación de nuestra casta biológica, la distancia es insignificante. La tentación eugenésica no ha desaparecido. Al contrario, está en la raíz de los recientes avances de la ciencia y la tecnología.

En este contexto se produce una parada repentina, no de la historia, sino de algo que todavía es difícil de comprender. Al haber sido forzada, esta interrupción no es resultado de nuestra voluntad. En muchos sentidos, es a la vez imprevista e imprevisible. Pero lo que necesitamos es una interrupción voluntaria, consciente y plenamente consensuada, de lo contrario, no habrá un después. Habrá, solamente, una secuencia ininterrumpida de eventos imprevistos.

Si el COVID-19 está siendo la dramática expresión del impasse planetario en el que se encuentra la humanidad, lo que está juego entonces es, ni más ni menos, la reconstrucción de una Tierra habitable, porque esta ofrecerá a todos la posibilidad de una vida respirable. El desafío será, por lo tanto, reconquistar los manantiales de nuestro mundo, con el objetivo de forjar nuevas tierras. La humanidad y la biosfera están vinculadas. Una no tiene ningún futuro sin la otra. ¿Seremos capaces de redescubrir nuestra pertenencia a la misma especie y nuestro vínculo inquebrantable con todos los seres vivos? Esta puede ser la pregunta, la definitiva, antes de que la puerta se cierre, de una vez por todas.

Notas

1. Achille Mbembe & Felwine Sarr, Politique des temps, Philippe Rey, 2019, pág. 8-9.

2. Alexandre Friederich, H+. Vers une civilisation 0.0, Editions Allia, 2020, pág. 50.

3. Sarah Vanuxem, La propriété de la Terre, Wildproject, 2018 ; y Marin Schaffner, Un sol commun. Lutter, habiter, penser, Wildproject, 2019.

afribuku http://www.afribuku.com/derecho-universal-respiracion-covid19-mbembe/?fbclid=IwAR3VUYbwma8bVqE3EvkpLdJNP1U8Mrg0tzjM3WdvEJEJ3yN9ocz2IKKHG4E

Ángela Rodríguez Perea [traducción]

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