top of page

El juego de la asfixia

Camilo DL

2020

El juego de la asfixia pdf [es]

Daniela fue la primera que me habló de los suicidios masivos en las vías del metro, aunque a veces recuerdo que ya había leído la noticia en el computador segundos antes de que ella me llamara esa tarde de agosto (da igual). Llevábamos al menos tres años sin vernos ni dirigirnos la palabra y no habría esperado su llamada, menos por una situación tan extraña y particular como una epidemia de suicidios. “Son más de 300 suicidios en una semana, ya ni siquiera los pueden encubrir”, me dijo. Parecía emocionada. “Mi jefe se suicidó esta mañana, también en las vías” dijo después. “Quería contarle porque siempre le han gustado este tipo de historias, o bueno, me acordé de usted, es todo”. Colgó sin despedirse. A la mañana siguiente me enteré de que Antonio Pineda, compañero de la universidad, se había arrojado a las vías del tren. Unos días después, Sofía y Yefer hicieron lo mismo agarrados de la mano. La noticia nunca llegó a la superficie de la agenda informativa, pero a mí me empezó a obsesionar y compraba a diario un ejemplar del tabloide amarillista que venden en los semáforos, para seguir de cerca la oleada de suicidios en el metro. Luego la mayoría de los habitantes del valle olvidaron que más de 700 personas se habían suicidado en el metro en menos de dos semanas y siguieron con la siguiente noticia, el próximo episodio… un peldaño más cerca del fin de año. En mi país sólo conocemos la senda de la Navidad.

La economía no estaba pasando por su mejor momento y muchos quedamos sin trabajo durante la crisis gripal. Afuera las calles estaban apenas poblándose de nuevo con los soldados del día a día y la carne de cañón de la maquinaria. Cuando salí de mi madriguera tras la cuarentena, empecé a caminar más que de costumbre cerca de las estaciones San Antonio y Parque Berrío. En esas dos estaciones se arrojaron la mayoría de los suicidas masivos a las vías del tren. El suicidio público y en masa parece más un rasgo del siglo XX que del XXI. Creo que eso fue lo que me llamó la atención de ese episodio, pues parecía existir una conexión ideológica muda entre todos los que saltaron durante ese par de semanas. En días posteriores fue común el comentario entre conocidos: ¿viste que zutanito también saltó? ¿Ah sí? Yo escuché fue de peranito, que saltó con las crías. Estábamos tan aturdidos por el estado del mundo, que esta epidemia nos atravesó como conversación de ascensor. ¡Qué más daba si algunos detenían con sus cuerpos los intestinos metropolitanos por unos cuantos minutos!

Una tarde de septiembre caminaba por el parque Bolívar, como parte de mi investigación holística de los suicidios, y decidí entrar a La Polonesa a bajar un par de frías con un billete que había encontrado. Me senté cerca de la ventana y vi en la barra a una chica con uniforme de azafata. Sus rasgos me parecieron esquivos a la descripción fenotípica. Nos miramos unos segundos a los ojos y sonreímos. Este tipo de encuentros espontáneos en la calle se habían vuelto comunes tras la cuarentena. Fui hasta la barra y la saludé.

—Así que volvieron a abrir los aeropuertos— le dije y me sentí medio idiota.

—Sí, antes de ayer el Olaya y hoy el José María Córdoba.

— ¿Y el tapa bocas? — pregunté.

—Estoy harta de tener un pedazo de tela contra la cara. ¿Y usted?

—Me siento enfermo con eso puesto. Además, ya no es obligatorio.

Me contó que hacía unos años se había graduado de estudios literarios con especialización en literatura inglesa, y terminó trabajando en el aeropuerto por azares de la vida. No era azafata. Era oficial segunda de la tripulación en tierra, un eufemismo para decir asesora de ventas, según ella misma expresó. Había llegado hasta ese cargo porque sabía hablar muy bien inglés, algo que “el aeropuerto” apreciaba.

— ¿Por qué habla de “el aeropuerto” como si fuera una entidad abstracta? Se escucha gracioso.

—Así molestamos los de la tripulación en tierra de LATAM. Tenemos toda una cosmogonía en torno a “el aeropuerto”, ¿sabe? — rio de buena gana y enseñó la dentadura de una forma que me pareció amenazante. Luego terminó de un solo trago su cerveza y pidió un tom collins.

— ¿Y de qué va esa cosmogonía? —pregunté. Aproveché la cercanía del señor del bar para pedir un pielroja sin filtro. Cuando me lo dio, lo interrogué con la mirada mientras hacía amague de encender el cigarrillo. El señor hizo un movimiento con la mano que decía: “siga no más”.

—Todo el asunto lo empezó Salazar, un copiloto joven que sale a beber con la tripulación en tierra. Una noche que salimos tarde del aeropuerto…—se detuvo de golpe y me miró divertida —…tengo que advertirle que es una historia larga y que esta post-cuarentena me tiene más habladora que de costumbre.

—Sí quiero escucharla, obvio— era impensable que alguien no quisiera conocer una historia tan prometedora, sobretodo viniendo de alguien tan irreal como ella, experta en literatura inglesa y oficial segunda de la tripulación en tierra de LATAM.

Deseé con todas las fuerzas que ella no fuera el regreso de mis alucinaciones.

—Esa noche bebimos whisky fino que trajo Salazar de Escocia, tres botellas— continuó ella. —Estábamos en el bar del aeropuerto con un muchacho que trabaja en el check in, una azafata y otro co-piloto. A eso de las 3 de la mañana, cuando se acabó la última botella, todos nos habíamos quedado callados menos Salazar que hablaba hasta por los codos, yo creo que le gusta la coca, o al menos cuando se emborracha sí tiene esos tics erráticos clásicos de los periqueros, no sé bien qué será ni si usted sabe a qué me refiero.

— asentí. —Lo que pasa con Salazar es que a diferencia de otras personas con verborrea o periquismo, él sí tiene historias muy buenas para contar y sabe manejar la narrativa oral sin importar lo llevado que esté. Al parecer había conocido a un piloto escocés que le habló de “el aeropuerto”, hacía ya un año, cuando le cambiaron las rutas de Europa Central al Reino Unido. Esa vez Salazar pronunció “el aeropuerto” así con las comillas con las que yo también lo hice ahora y que a usted le dio entender que me refería a algo así como una entidad. Más que una entidad, el piloto escocés, Campbell, creía que los aeropuertos eran un nuevo tipo de templo. Vacuos como todos los templos, pero cargados también de una simbología profunda. En el caso del aeropuerto la magia que concede es la de volar, que es quizá el más antiguo y potente deseo humano. Los pilotos, las azafatas, la tripulación en tierra y todo el personal, somos los sacerdotes, los médiums que ofician en este templo. De allí la cara altiva pero serena del personal en tierra cuando un usuario se queja porque lo dejó un vuelo o porque su maleta mide 1 cm más de lo reglamentario. Sabemos que el usuario no tiene otra forma de volar, así que puede gastar toda su saliva si así lo quiere y a la final pagará el recargo, el diezmo del templo. De hecho, no sé si usted sabía que es una política muy común en las aerolíneas que cada tanto se cambie la sala de partida de un vuelo sin avisarlo en pantalla. La mayoría de los usuarios se dan cuenta, pero uno o dos pierden el vuelo y deben pagar un recargo. Estos recargos y las multas por equipaje son la razón por la que las aerolíneas son rentables aun vendiendo tiquetes baratos. Cada uno de los miembros de la tripulación en tierra tenemos que propiciar al menos 10 falsos positivos de este tipo al mes. Cuando empezamos a ver todas estas prácticas de las aerolíneas a la luz de la cosmogonía de Campbell, también nos empezamos a empelicular un poco más los de la tripulación en tierra, porque la historia que nos contó Salazar se regó también por AVIANCA y SATENA. Estos incautos son el sacrificio que “el aeropuerto” pide, le dije una vez al oficial tercero, refiriéndome a un par de muchachos trabados que perdieron su vuelo y él se rio conmigo, pero también lo tomó muy en serio. Sabíamos en el fondo que era verdad. Nosotros tramitamos el poder de volar y debemos entregarle a “el aeropuerto” algunos incautos. Entonces ya ve, es como un chiste interno de la gente de LATAM, aunque en el fondo, yo sí creo que es verdad… “el aeropuerto” no es como cualquier otro lugar…y volar no es sólo ir de un lugar a otro.

— ¿A qué se refiere?

—Pues, que sí, las personas toman un vuelo para desplazarse a otro lugar, obvio, pero en realidad lo que la gente busca en el aeropuerto es algo más personal, y está representado en el contenido de las publicidades de las agencias turísticas o de las aerolíneas. ¿Sí ha notado que hay todo un asunto medio de superación personal en esos comerciales de viajes? Sé tú mismo, cambia, florece, ¡VIVE!

Se detuvo un instante y dio un largo sorbo a su tom collins. Sus rasgos elusivos habían tomado un matiz que era a la vez maligno y cómico.

—Los aeropuertos son los nuevos templos de Janus, le dijo Campbell a Salazar esa vez. Son un portal, le dijo, y lo que el usuario busca es a ese otro en el que supuestamente habrá de convertirse en el destino. Pero es que ese tipo de caminos no pueden hacerse en escalera eléctrica, eso es lo que el usuario del común no entiende. ¿Usted sí me entiende, cierto? ¿O estoy hablando pendejadas? —su pregunta me tomó por sorpresa. Las imágenes que desnudaban al aeropuerto me tenían agarrado del cuello. Intenté zafar con mis propias palabras, que me sonaron irreales al pronunciarlas.

—Lo que entiendo de lo que dice es que la gente quiere los aprendizajes del viaje, esquivando el viaje y llegando directo a la meta. ¿Es eso lo que dice?

—Sí, eso es lo que digo. Para eso son en realidad los aeropuertos modernos. Campbell también le habló a Salázar de que los pilotos antes, cuando la industria aeronáutica no se había masificado, eran en realidad una suerte de sacerdotes o chamanes, conexiones entre el cielo y la tierra. Las aventuras de Lindhberg, por ejemplo, fueron en realidad gestas heroicas, no es como ir hoy día a París con transbordo en Ciudad de Panamá, esos vuelos de antes eran aventuras de verdad que te podían costar la vida. Y aquí es donde termina el asunto, pues Campbell, en su borrachera, le contó a Salazar la historia de Akira Wataya, que fue lo que nos llevó a los de tripulación en tierra al juego de la asfixia y a reafirmarnos más en nuestro hermetismo de secta. Pero bueno, ya se hizo muy largo todo, tengo que agarrar el bus para el aeropuerto…—la muchacha terminó su tom collins, aplanó el uniforme de LATAM y se colgó un práctico bolso de cuerina.

—¡Oiga! No me puede dejar así en la mitad de la historia, no es justo…

Levantó los hombros.

—Ya voy algo tarde. Si quiere nos vemos mañana, mismo canal, misma hora. ¿le parece? Y a ver si me cuenta una historia que valga la pena, me siento acá despilfarrando mi narrativa y usted nada de nada…

—Está bien. Mañana le tengo una historia para comprarle todo esto que me ha contado.

—Me parece. Nos vemos mañana entonces.

Partimos rumbos en la esquina del teatro Lido. La ciudad parecía las ruinas de algo que nunca estuvo completo. Los vestigios de una obra en proceso.

En casa leí sobre el juego de la asfixia, al menos lo que la conexión liberada de los vecinos del tercer piso me permitió. Cargué la entrada de Wikipedia y un par de estudios sociológicos de una misma universidad californiana, cuyo nombre no recuerdo. Al parecer California es la ciudad en donde más personas practican el juego de la asfixia. Como el internet de los vecinos estuvo caído casi toda la noche, leí varias veces las únicas tres pestañas que logré cargar. Al parecer el juego de la asfixia es el nombre que se le da a una práctica común en las escuelas, que consiste en hiperventilarse y después bloquear el flujo de sangre oxigenada al apretar con fuerza la carótida con las manos como tenaza. La falta de oxígeno en el cerebro junto a la presión en el nervio vago, producen síncopa o desmayo. Cuando estaba en el colegio presencié estos desmayos inducidos un par de veces, pero nunca me atrajo mucho el asunto y a decir verdad casi hasta lo había olvidado. Según los documentos que leí, el juego de la asfixia es una especie de rito de iniciación que se practica en casi todas las escuelas del mundo. Es una afirmación arriesgada, pero las dos tesis californianas reiteran que allí donde haya una institución educativa, se practicará el juego de la asfixia. Por esa misma razón el juego tiene cientos de nombres. Estos son algunos de los más intrigantes que encontré en Wikipedia: aeroplaneo, aterrizaje, el juego del sueño americano, ensueño de California, el juego de morir, gallina funky, sol naciente, paseo en cohete, droga natural, vaquero espacial, sueño rápido, ruleta de la sofocación…etc. La falta de oxígeno en el cerebro causa cosquilleo y euforia, razón para que sea tan popular entre jóvenes que no tienen cómo comprar drogas. Después de regresar del desmayo, la persona queda desorientada y con la idea de que transcurrió mucho tiempo, lo que la hace digna también para los mayores, por ser similar a ciertos efectos de los sicotrópicos y otros emuladores de muerte. Según las tesis californianas, en los últimos años el juego de la asfixia se ha vuelto una práctica recurrente en estudiantes y egresados de las facultades de ciencias humanas de las universidades estatales de la ciudad, casi siempre en ambientes sectarios y herméticos. Todas las fuentes que consulté no se cansan de repetir que la práctica es bastante peligrosa y puede derivar en parálisis parcial o permanente e incluso en la muerte. Véase también: Asfixia, Anoxia, Asfixiofilia, Muerte.

La mañana siguiente salí a reciclar algo de comida en los vertederos de la plaza minorista. Encontré dos mangos magullados y un pan con moho. Después de desayunar caminé por la villa bazuko de avenida De Greiff y estuve conversando un rato con un par de aliens que tenían historias casi tan maravillosas como las de la muchacha de LATAM. Las omitiré por el bien de la higiene narrativa. El día se fue rápido y cuando menos pensé, era hora del encuentro en La Polonesa. Ella me esperaba vestida de civil. Parecía otra persona.

—Hoy no trabajo en el aeropuerto— me dijo.

—Ya veo.

—Y bueno, ¿tiene una historia para contarme? Ando sin netflix y con muy pocas ganas de leer, así que usted es mi última esperanza— asentí y ella pidió dos cervezas y una ración extra grande de crispetas.

—Estoy lista— dijo. Agarró un puñado de maíz inflado con la mano derecha y empezó a dosificarlo con la izquierda.

—Lo que le voy a contar es algo extraño, lo más probable es que al final crea que estoy loco.

—Obvio bobis, como todo el mundo…

—No, no como todo el mundo…a menos que todo el mundo haya visto a la virgen María cuando niño o haya sido abducido por aliens el 20 de diciembre del 2012, el día en que se iba a acabar el mundo supuestamente, a las 12 de la madrugada.

—Tiene mi atención, así su historia sea bien anti-climática, déjeme decirle.

—Es que soy muy malo para contar historias, se me da mejor escucharlas. Anoche estuve pensando hasta muy tarde en qué iba a contarle y decidí que sería un pedazo de mi vida que nadie más conoce, bueno, una parte sí la conoce mi mamá pero de resto es uno de los capítulos que sólo yo me sé. Desde niño me han gustado las historias extrañas, ¿sabe? Empezó con la biblioteca de mi viejo, que estaba llena de libros tipo: No somos los primeros, ovnis ancestrales, iluminatis, vainas así. Pero es extraño pues yo odio a mi papá, así que crecí para ser todo lo contrario de él, bebí de las filosofías más positivas y materialistas, siempre queriendo alejarme de toda esa basura para atrapar incautos. Sin embargo conservé el gusto por las historias raras y las conspiranoias. En el primer caso porque me encanta la ficción, en el segundo porque a veces me las doy de sociólogo. El caso es que me encantan las historias raras y las teorías de conspiración, pero en mi núcleo soy escéptico. Y esa es la imagen que tengo de mí mismo: alguien que no cree en discursos encanta-bobos pero que se apasiona en diseccionarlos. Ya le delimité más o menos al personaje que participa en esta historia, que soy yo. Y la historia empieza aquí: imagine que unos días atrás logré por fin llamar a mi madre para saludarla y preguntarle cómo la había tratado la crisis gripal—. La chica de LATAM arrugó la cara cuando pronuncié la palabra madre. Encendí un cigarrillo y aproveché la breve pausa para pensar por qué se habría fastidiado con esa palabra. Expulsé el primer humo y seguí.

—Logré hablar con la vieja varias horas porque la señal de los vecinos estaba extrañamente fuerte esa noche y durante la conversación, no recuerdo por qué cosa que había dicho una tía sobre la abuela o algo así, mi mamá se acordó que cuando era niño vi a la virgen María. Y que le conté a ella entre lágrimas que la virgen María era una señora gigante que se veía pequeñita por momentos. Lo había olvidado. Eso causó tanto impacto en ella y en mis tías, que por mucho tiempo creyeron que me iba a volver cura o algo por el estilo…

—¿La virgen María tal cual?

—Sí, la virgen María tal cual, con su manto azul de pie en la esquina del cuarto de mi mamá cuando vivíamos en Neiva. Después de hablar con mi mamá esa noche me quedé pensando en el suceso y empecé a recordarlo con claridad. La virgen parecía muy triste cuando la vi por primera vez desde el umbral de la habitación, pero cuando me acerqué a ella noté que sonreía ligeramente. Era aterradora de hecho. No sé por qué me acerqué tanto. Estaba a punto de decirme algo y para mí todo el asunto era como un sueño, pero sucedió, de una u otra forma y mi mamá también lo recuerda. La virgen me dijo que perdiera toda esperanza. La esperanza es un sentimiento primitivo y débil me dijo también. La esperanza inhabilita. La esperanza anula. Me dijo que el mundo nunca iba a estar mejor, pero que tampoco iba a empeorar sobremanera. Desde mi perspectiva más cercana al suelo, noté que el manto de la virgen se replicaba y se perdía en altitudes que no podía entender, como una especie de aura estratosférica de un ser inmenso que no me cabía en el ojo ni en la cabeza. Sus rasgos humanos ondularon un momento y fue como asomarse al abismo entre las grietas de su rostro inconmensurable, pero a la vez capaz de entrar en el cuarto de mi madre. Me dijo que nos veríamos después y desapareció con el parpadeo de un televisor viejo cuando lo apagan.

—¿Y se volvieron a ver? — preguntó la muchacha con genuina emoción.

—Eso es lo más extraño de todo. Cuando recordé este episodio se me disparó otro, de una vaina muy extraña que me pasó en el 2012, el día que supuestamente se iba a acabar el mundo. Yo estaba muy borracho en medio de un montón de gente, panas y amigos de los parceros que estábamos celebrando el falso apocalipsis en el centro de la ciudad…cuando de repente estaba solo, así de la nada en un parpadeo, o bueno, no del todo solo…conmigo estaban unas presencias extrañas, gigantes pero a la vez condensadas en unas formas lumínicas de estatura y complexión humana. Me dijeron que eran los reyes magos. Caminamos por el centro desolado de la ciudad y me repitieron lo mismo que me dijo aquella vez la virgen María, que no tuviera esperanza, porque eso era feo y en vano. Les pregunté por qué habían escogido hablarme justo en esa fecha y admitieron que había sido para fastidiarme con el asunto de los mayas, en el cual no creía, como tampoco creía ni en la virgen ni en los reyes magos. Al otro día me levanté enguayabado y con el recuerdo de un sueño muy extraño en el cual me había quedado de repente a solas en el centro de la ciudad con unos seres lumínicos multi-dimensionales.

—¿Esa historia es verdad, en serio le pasó?

No la culpé, yo tampoco creería algo así. Las historias de abducción siempre me han parecido deformaciones de mentes enfermas. ¿Por qué habría de esperar un trato distinto para mi historia de abducción?

—Usted sólo me dijo que le contara una historia— dije y levanté los hombros. No que fuera de “verdad”. —hice un énfasis especial en las comillas que quería ponerle a la palabra de la v—. Además, le puedo ahorrar que ya sé todo lo que hay que saber sobre el juego de la asfixia. Sólo queda que me suelte la última historia que le contó el escocés a Salazar y quedamos a paz y salvo.

—La historia de Akira Wataya.

—Ahora me tocan las crispetas a mí—dije y ella empujó el plato con los dedos.

—Akira fue un piloto kamikaze…—dijo tras reordenar la historia en un tablero imaginario que miraba un poco por encima de su estatura— …uno de los últimos kamikazes que murieron durante las batallas del pacífico en la segunda guerra mundial, o bueno, para ser más exactos, el último. Según cuenta la historia, el piloto Wataya estaba enamorado de una vecina que conocía desde que eran niños. Obviamente no deseaba morir por la patria, quería tener una vida con la vecina de infancia, cuidar de las crías resultantes, el perrito, las máscaras anti-radiación otorgadas por el gobierno… el paquete completo. Desde el acorazado Musashi un alto rango emitía por radiofrecuencia un discurso nacionalista y de exaltación del honor que tendría que mantener a los Shinigamis de Tokio en ruta hacia el acorazado americano que pretendían hundir. A eso de las 1400 horas, minutos antes de la emboscada desde las nubes, la aeronave del piloto Wataya empezó a ascender en vez de descender. Por más que el hombre de la radio lo llamó cobarde, Akira Wataya no soltó la palanca. Él sabía que no podría regresar a Tokio junto a la vecina, su propia voz se lo había dicho, o eso dice Salazar que asegura Campbell, aunque es imposible saber qué pensó el muchacho en la cabina de su aeronave. Ellos se escudan en una especie de comprensión sobrenatural entre pilotos, pero es sentido común: él sabía que un traidor nunca puede volver a casa. Entonces Akira subió hasta un lugar en donde el oxígeno era delgado y ya no servía para respirar y después subió un poco más. El piloto estalló de la risa cuando completó el cuadro de hipoxia y ésta quedó grabada en las cintas del acorazado Musashi, que fueron usadas en el siglo XXI por el artista japonés Kobe Watanabe, en su obra El sonido de la asfixia. Escúchela, se la recomiendo. Esa carcajada de Wataya es estremecedora pero a la vez libera. Puede descargar la obra en archive.org.

—Ah bueno, ya entiendo para dónde va el asunto con el juego de la asfixia.

—Pero espere, no interrumpa que falta lo mejor de la historia del kamikaze rebelde. Cuando Wataya por fin perdió la conciencia su mano se liberó de la palanca y la aeronave cayó en picada. Por asuntos de azar Wataya acertó en el blanco y fue el proyectil que lo hundió, cuando los otros Shinigamis de Tokio regresaban al acorazado Musashi. Japón se había rendido y el ataque suicida se había cancelado. Wataya pasó a la historia como un héroe y fue coronado con ideas que no eran suyas. El héroe de la carcajada final, le pusieron en los periódicos. Campbell decía que si la aeronáutica es también una especie de culto, él se encomendaba a Akira Wataya. Por cosas de la vida esa noche en que Salazar contó la historia, estaba con nosotros una amiga de él que es médica. Patricia algo se llamaba, el segundo nombre era bien particular pero no lo recuerdo. El tema del kamikaze rebelde le dio pie para hablar de la asfixiofilia y cuando menos pensamos Patricia Algo nos estaba enseñando a hacer la llave del sueño. Esa noche nos desmayamos por turnos varias veces, ahí mismo en el bar del aeropuerto y fue increíble. Desde esa noche los de tripulación en tierra de LATAM (sede Medellín) jugamos a la asfixia para despejar la mente, sacar iras o simplemente renovar fuerzas. Aunque en el fondo sabemos que es nuestra forma de recordar a Akira, uno de los pilotos del panteón.

—Según leí hacer eso es peligroso. Uno puede quedar inválido o hasta pegar pelo.

Por un instante hizo cara de fastidio por tratar con un lameloide, pero luego recobró su cálida inexpresividad.

—Todo lo bueno es medio peligroso, ¿no le parece? Desde el azúcar hasta el paracaidismo. Incluso lo aburrido es peligroso y quizá mucho más. ¿No dicen pues que la gente se muere de estrés y le dan cánceres en el culo por pensar de más en no sé qué otra cosa que no es ni aquí ni ahora?

Nunca antes había conocido a alguien con ideas tan claramente abismadas. Ni siquiera D. ni K. (los fundadores del movimiento) expresaban con tanta facilidad lo abismado, como la oficial segunda en tierra de LATAM. Una muchacha elegante, letrada y sin miedo a la muerte. Al parecer.

—Tiene razón— dije tras un silencio prolongado que se había vuelto de algún modo trinchera para ambos—. Me gustaría que me desmayara alguna vez, digo, si no le parece raro…

Sus ojos brillaron.

—Podría ser ya mismo. Tengo un pase de LATAM para una habitación en el hotel Nutibara. ¿No le gustaría ir a conocer? Y de paso le doy un tiquete…jaja, así le decimos los del aeropuerto, perdón. De hecho, es la primera vez que voy a desmayar a un usuario. ¡Jm! ¿Se imagina? Sería tremendo escándalo donde usted muera en una habitación a nombre de LATAM y a manos de una empleada de la filial— parecía que la sola idea del pleito legal la excitaba. Un extraño ser, sin duda, la oficial segunda en tierra. Todavía me sorprende lo alien que llegamos a ser algunas de las creaturas que emergimos con la imaginación intacta de la segunda pandemia memética. El abismamiento se vuelve un poco la regla para los de nuestro tipo, pensé, y no podría ser de otra forma.

Miré mi reflejo en los vidrios de La Polonesa. Por momentos olvidaba que casi me había convertido en un indigente. Tenía poca ropa y vivía en un apartamento abandonado en el centro. Me veía limpio, pero en definitiva se notaba que iba rumbo al abismo.

—Está bien, vamos a escribir ese titular del Q’iubo. Qué más da.

Por otro lado tenía absolutamente nada que perder.

Ella tomó mi mano grasosa de crispetas y un poco húmeda por la hiperhidrosis. Las manos se abrazaron por su cuenta, ansiosas por el contacto postergado. Este tipo de gestos no eran comunes desde que la epidemia memética se había instalado por completo en nuestras cabezas, de allí que se sintiera casi pecaminoso el contacto profundo de nuestros órganos agarradores. Camino al hotel disfrutamos las caras que ponían los pocos transeúntes cuando pasábamos a su lado. Una muchacha joven y elegante tomada de la mano con un extraño y pobre señor.

—¿Y qué fue lo que le pasó a usted? —me preguntó cuando faltaba una cuadra para llegar al hotel. Su pregunta, o la forma en que la pronunció, no parecía maliciosa. Parecía incluso insinuar que ella creía que había existido una mejor versión de mí. Cuando era profesor, quizá, pero eso ella no lo sabía.

—Aproveché un poco que el mundo admitió su locura para admitir la mía propia… me dejaron de importar muchas chimbadas la verdad, y además estaba harto de quien era en el mundo anterior, un patético y miserable borrego. Mi descenso no fue hacia el nihilismo, sin embargo, ni hacia el cinismo, sino hacia algo más, algo que cuando termine de estar configurado, al menos intelectualmente, será el modelo de pensamiento perfecto para esta nueva época.

—¡Ah! Un filósofo—dijo ella encantada. Estrechó mi mano con más fuerza—. Por un momento creí que era un bazukero o un heroinómano, pero sí se nota que habla diferente a un yonki común.

—Primero que todo, auch. Ya sé que no me veo muy bien, pero mire alrededor, usted es casi la única persona elegante, y no por eso creo que sea una gomela o le voy preguntando si es la hija de Santo Domingo. Segundo: ¿Pensaba meterse en una habitación con un desconocido que le parece además un toxicómano?

—Pues sí, ni que fuéramos a coger.

—Pésima lógica.

—Además tengo un revólver en el bolso. Dotación de LATAM.

—¿En serio?

Levantó los hombros imitando mi reacción cuando ella me preguntó lo mismo sobre la historia de la Virgen María y los tres reyes magos.

—Él viene conmigo… —le dijo al de recepción, a quien pareció valerle verga.

Entramos al antiguo ascensor y subimos hasta el piso 7. Ella abrió con una tarjeta magnética una habitación pequeña. Dos camas. Un televisor. Balcón. Ducha con agua caliente. En otro momento no me habría parecido nada del otro mundo, pero en esta época esa habitación reunía todas las comodidades posibles, dignas de reyes y presidentes.

—¿Puedo ducharme? —pregunté un poco avergonzado.

—Sí, claro. Ahí debe haber toallas. Yo voy a darme unos plones, ¿quiere?

—No gracias. No me sienta bien…

En la ducha soñé despierto, pero con cautela para mantener las imágenes por dentro de los ojos. Cuando salí del baño ella estaba practicando una especie de calistenia.

—¿Preparado? —me preguntó. Ya no estaba seguro.

—Sí, ¿qué hago?

—Bueno, va a hacer 10 cuclillas, cuando baje bota el aire, cuando suba retiene todo el que pueda. Durante la última ascensión, el despegue, va a aguantar el aire y no lo va a soltar…y ahí ya me lo deja a mí. ¿Listo?

—Está bien.

Primera cuclilla.

—Una…

Las rodillas traquearon.

—Dos…

Recordé las torturas de educación física.

—Tres…

Una perlita de sudor nació en la frente.

—Cuatro…

La perlita se hizo un poco más gorda…

—Cinco…

….y rodó por la frente hasta la mejilla.

—Seis…

Me di cuenta de repente de que la segunda oficial en tierra de LATAM estaba buena.

 

—Siete…

¿Por qué existen estas vainas que suceden en todas partes del mundo pero con diferentes nombres tipo el juego de la asfixia o piedra/papel/tijera?

—Ocho…

¿Qué putas estoy haciendo con mi vida?

—Nueve…

…creo que ya no quiero…

—Diez…

Aguanté la respiración como me dijo. Ella se acercó y con sus manitas suaves y menudas presionó a ambos lados del cuello. Primero sentí la tibieza en el rostro y luego las cosquillas en la sien. Boté el aire en forma de risa suave. Algo era muy gracioso, creo que yo era lo gracioso, la luz se fue apagando despacio y en forma de túnel que se achica y tampoco pude sostener mi cuerpo sobre un temblor que venía desde una época muy antigua en la que un conde me quiso vender una pintura carísima con un conejo saltando a través de un aro de fuego como tema, y yo la quería demasiado así que tuve que embarcarme por varios años en busca de una vela mágica que podría concederme tres deseos, eso si los pedía bien, pero como yo no soy ningún pendejo el primer deseo que le pedí a la vela fue que formulara otros dos deseos infalibles cuyos resultados no me trajeran ninguna desventura y plash, la vela me asesina y luego me resucita y ahora soy el rey de Dinamarca, me gusta ver pajaritos por la ventana que cantan tonadas un poco fachas pero que no me desagradan del todo, pero entonces llegan los bárbaros y destruyen todo mi reino, para escapar de las huestes enemigas me disfrazo de mendigo pero ya no puedo dejar de serlo, tampoco puedo morir, vago por las calles de mil ciudades y soy testigo del ensanchamiento del mundo y todos sus vicios, alcanzo a llegar a pie, por el camino de la serpiente, hasta una ciudad a la que arrojaron bombas nucleares y pido mentas mutantes en las calles para sobrevivir, estoy tirado en el asfalto bajo una lluvia ácida y alguien me da palmaditas en la cara, hey, amigo, ¿está bien?

—Quiubo, ¿ya? —la muchacha desconocida me da un par de palmadas más en la cara.

—¿Qué pasó?

—Lo desmayé. Estamos en el Nutibara. El titular del Q’iubo, ¿se acuerda?

Todas las historias que asociaba a ella, incluyendo la suya propia, regresaron de golpe.

—Ni siquiera sé cómo se llama usted.

—Me llamo Dayana, sonrió… ¿Y?

—¿Y qué?

—¿Pues qué le pareció, que vio?

—Es como si hubiera pasado mucho tiempo, ¿cuánto estuve desmayado?

—Unos diez segundos como mucho. ¿Pero no se siente mejor? Como descansado…

—La verdad es que sí—respondí y era verdad. Me sentía nuevo.

—Ahora le toca desmayarme—dijo después. A lo que tuve que responder que lo sentía, que debía irme. Me aterroriza el poder de las imágenes. Siempre temo que en algún punto se me puedan salir de los ojos.

—Es que…—los ojos se me encharcaron y ella entendió de inmediato que me tenía que dejar ir.

—…no quiero que se me salgan las imágenes, es todo.

Me despedí y ella me abrió la puerta con la tarjeta magnética. En la recepción tuve que esperar a que el sujeto llamara a la habitación y comprobara que no había asesinado a la muchacha, quizá intuyendo un titular mucho más común. En la calle todo había adquirido un nuevo brillo y me recordó a una vez en que casi me atropella un carro de encomiendas. Quizá por eso les gustaba desmayarse a los de LATAM, era una forma de hacer la visita al reino oculto sin usar drogas de efectos prolongados. Por suerte el sol apareció tras las nubes y me ayudó a desprenderme de esas extrañas imágenes que se habían presentado durante el desmayo y que se agarraban de mí como si significaran algo.

De camino a casa me quedé congelado frente a la estación del metro de Parque Berrío. Refulgía. Era aterradora. Esa mole de cemento también es un templo de algún tipo, como el aeropuerto, concluí. Los suicidios eran rituales y el metro los pedía. La ciudad entera los pedía. En las escaleras de la estación estaba sentada la virgen María con su cría. La prenda azul con la que se cubrían estaba desgastada, seguro porque la mujer había escapado de un Herodes diferente y llevaba mucho tiempo vagando de pesebre en pesebre. El sonido del celular me liberó de la imagen. En el identificador decía que era Daniela, lo cual me sorprendió más que la última vez.

—¿Aló?

—Muy buenas tardes. ¿Conoce usted a Daniela Arbeláez?

—Sí, ¿por qué?

—Lo que pasa es que…

La voz terminó de completar lo que ya resultaba obvio.

A veces, en contra de todo pronóstico, las explicaciones suelen ser las más sencillas.

Tan solo eran tiempos difíciles.

FIN.

bottom of page